La necesidad de una ética para la transición ecológica (Parte 1)
En el mes de abril de este año lanzamos la iniciativa del Programa de la Unión Europea EUROSOCIAL denominada Plaza de la Cohesión y la Innovación Social. Se ha tratado de seminarios, conversatorios, entrevistas, materiales didácticos, etc., esto es, un conjunto de actividades y recursos que intentar abordar una pregunta de fondo: ¿qué innovaciones deberían contemplar las políticas sociales ante las grandes transiciones globales que están marcando el curso actual de la historia humana? Innovaciones para reforzar su rol de garante de transiciones con justicia, es decir, para prevenir riesgos, proteger a personas y comunidades y generar condiciones para el bienestar.
Las transiciones consideradas en nuestro caso han sido solamente las siguientes tres: la ecológica (ante el cambio climático y la destrucción del ambiente), del mundo del trabajo (vinculada con el avance tecnológico) y de los cuidados (que se están haciendo notar como una nueva emergencia y necesidad por el declive demográfico y la agenda de igualdad de género). Hablamos de innovaciones de las políticas sociales porque si bien es cierto que, a lo largo de las últimas décadas, estas, indudablemente, han evolucionado, sus esquemas básicos han sido diseñados en el siglo pasado, cuando no obraban, o no lo hacían con la misma fuerza o evidencia, las megas tendencias que están revolucionando nuestras sociedades.
Un ejemplo entre muchos otros: el envejecimiento de la población y la contracción de la fuerza laboral hacen que se vayan reduciendo los aportes a la seguridad social que deben financiar por largos períodos de tiempo a un número creciente de personas retiradas del trabajo, según el esquema de reparto heredado del siglo XX. Esto plantea un problema mayúsculo de sostenibilidad.
La transición ecológica (o eco-social, como preferimos denominarla en la iniciativa recién mencionada), es otra de las grandes fuerzas transformadoras que obligan a repensar las políticas sociales. A continuación, voy a compartir algunas reflexiones relacionadas no tanto con nuestras propuestas en este campo, sino más bien, con la dificultad para dar el gran paso que exige la crisis climática y ambiental: modificar la relación entre el ser humano y la naturaleza. Para estas reflexiones, que han estado presentes en la iniciativa Eurosocial coordinada por el IILA, me baso ampliamente en algunas contribuciones del filósofo italiano Umberto Galimberti [1].
Comienzo con decir que, en los próximos años, la humanidad seguirá conociendo guerras, emergencias, nuevas crisis; pero, más allá de los acontecimientos que nos tocarán en suerte, un factor seguirá determinando nuestro mundo: la crisis ecológica. Esta crisis es reconocida como uno de los mayores problemas que definen nuestra contemporaneidad y un desafío ineludible para garantizar el futuro de la humanidad. Lo que está en juego es la misma posibilidad de las generaciones futuras de contar con un planeta en el que vivir: haber subordinado durante milenios la naturaleza a los fines humanos, tratándola como materia prima, medio, recurso, ha invertido la posición jerárquica del “hombre” respecto de la naturaleza, en otras palabras, las amenazas ya no vienen de las fuerzas de la naturaleza, como en el pasado, sino del inmenso poder alcanzado por la humanidad para someterlas y utilizarlas [2].
Este mes el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático -IPCC presentará su VI Informe de síntesis. Se confirmará lo que señalan los estudios parciales ya publicados de este grupo: es la actividad humana la causa del calentamiento y degradación del planeta. Hemos llegado a extremos destructivos intolerables y traspasado los límites planetarios de seguridad para la vida humana. Hemos pasado del uso al abuso y desgaste de la naturaleza. Hemos manejado la naturaleza como un recurso inagotable, pero cuando empezó la era industrial éramos 1 billón de personas, hoy hemos llegado a los 8 billones, por lo tanto, la presión sobre el ecosistema natural es, literalmente, inasumible. La ciudad, un tiempo cercada y contenida por la naturaleza, se ha extendido, a través de la potencia técnica alcanzada por la humanidad, hasta los confines de la tierra, reduciendo la naturaleza a su enclave.
En resumen, podemos afirmar que asumir nuestra condición de eco-dependencia es crítico para mantener la vida humana en el planeta. No tenemos otra opción que avanzar hacia sociedades sostenibles. El aire, el agua y la tierra ya no pueden seguir siendo meros recursos, materia prima, objetos sobre los cuales se dirige el poder manipulador del ser humano, tenemos más bien que instalarnos en la perspectiva de la convivencia, y del cuidado y asistencia para la reparación y la reproducción de sus elementos.
Así, la que llamamos transición ecológica no es una reforma parcial, un ajuste o un llamado a la moderación, sino una transformación radical que afecta todos los aspectos de la vida humana. El centro o primera prioridad de esta transformación es detener la degradación ambiental estableciendo un nuevo modo de producir y consumir. Se trata de pasar a nueva fase de la historia humana que permita desacoplar el crecimiento económico de las emisiones y el consumo de cantidades insostenibles de recursos naturales [3].
Sin embargo, las dificultades no atañen solamente al diferente paradigma de crecimiento, las dificultades son también de orden cultural. Las dos dimensiones están entrelazadas. Es como si tuviéramos que aprender una nueva manera de pensar, abandonando una forma mentis que tenemos tan incorporada que ya es parte de nuestro ser, de nuestro inconsciente colectivo. Me refiero a la cosmovisión de raíz judaico-cristiana que ha moldeado, a lo largo de los siglos, nuestra forma de relacionarnos con la naturaleza, basándola sobre dos pilares: el primero es la visión optimista del futuro, el segundo es la posición jerárquica del ser humano en la creación.
El optimismo acerca del futuro deriva de la organización del tiempo en tres fases: el pasado como pecado, el presente como redención y el futuro como salvación. Esta visión cristiana se ha trasladado también a la ciencia, que concibe de modo análogo el tiempo en tres fases: el pasado es ignorancia, el presente es investigación y el futuro es progreso. La idea de que el futuro será siempre positivo puede ser peligrosa. Nos instala en la convicción irreflexiva de que todo tendrá solución, todo está permitido, no hay límites y ningún problema es irreversible si todo está destinado a mejorar, a evolucionar hacia el progreso. Y que el progreso es intrínsecamente beneficioso, pese a los efectos colaterales de signo contrario que puede acarrear.
El segundo pilar concierne al ser humano. Imaginándose como la figura cumbre de la creación divina el hombre ha querido imponerse sobre la naturaleza, dominándolas hasta provocar su decadencia y pérdida. Si para los griegos antiguos la naturaleza era un orden inmutable, un horizonte intransitable, un límite que ninguna acción humana podía cruzar, en el mundo judaico-cristiano la naturaleza se vuelve una obra de Dios. Dios la entrega al hombre, después de haberlo creado a su imagen y semejanza. En el Génesis (1:26), Dios manda que el ser humano «tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo». Y más adelante (9:3): «todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento: todo os lo doy, lo mismo que os di la hierba verde».
Así, el hombre es la gran y admirable figura viviente, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación. He aquí el fundamento de los comportamientos de uso y despojo de la naturaleza que hoy consideramos insostenibles: en el distanciamiento de la naturaleza y su cosificación al interior de una relación jerárquica. La ciencia moderna, como señalé, se pone en una línea de continuidad con este pensamiento, comparte y refuerza el postulado, para decirlo con Descartes, del hombre dominator et possessor mundi.
Llegados a este punto, se entiende por qué la visión no antropocéntrica de la naturaleza haya plasmado éticas para las relaciones entre los seres humanos, pero nunca una ética capaz de dar cuenta y hacerse cargo de los entes de la naturaleza, de verlos también como fines y no sólo como medios.
De aquí que avanzar desde el actual modelo depredador hacia un manejo de la naturaleza orientado a su salvaguarda y regeneración conlleva un cambio cultural de proporciones inmensas. Debemos mirar con ojos totalmente nuevos nuestra forma de estar en el mundo, admitiendo la parcialidad e insostenibilidad de la cosmovisión que nos ha conducido hasta la crisis ecológica.
[1] Son numerosas las obras y conferencias en las que Galimberti se ha referido a estos temas, en consecuencia, opté por remitir al sito oficial http://umbertogalimberti.feltrinellieditore.it/ en lugar de citar algunos de sus textos.
[2] De acuerdo con Galimberti, la relación entre el hombre y la naturaleza nunca ha sido tan idílica como tanta literatura romántica nos hizo creer. Precisamente para defenderse de las fuerzas de la naturaleza el hombre construyó la ciudad, cuya función era delimitar, no expandir, o sea construir un área protegida para la comunidad humana, regulada por leyes que garantizaran su convivencia pacífica y, con ella, la supervivencia. La ciudad, rodeada de murallas y separada de la naturaleza, constituía la única esfera enteramente bajo la responsabilidad humana, de la que estaba excluida la naturaleza. Los griegos concebían la naturaleza como un fondo inmutable que ningún hombre y ningún Dios creó, que siempre ha sido y siempre será.
[3] Por ejemplo, en Italia el plan para la transición ecológica italiano debe coordinar políticas en 6 áreas: a) reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero; b) movilidad sostenible; c) contraste con la inestabilidad hidrogeológica y el consumo de suelo; d) recursos hídricos e infraestructuras relacionadas; e) calidad del aire; f) economía circular.
(Sigue)
Francesco Maria Chiodi, Coordinador IILA del Programa de la UE EUROsociAL+